lunes, 7 de febrero de 2011

SI EL PRIMER CUENTO LES GUSTO. . . .ESTE, MUCHO MAS

En esta ocasion, les voy a contar una historia policial, de un asesino que se divierte matando colegialas, donde tambien les voy a presentar a un personaje muy particular, un oficial que juró defender al ciudadano y doy fe que hace su mejor esfuerzo por cumplir eso, aunque en los lugares donde se mueve, no todos respetan la ley. . .

COLEGIALAS
        

—Mierda, son las 3 de la mañana y sin poder dormir —susurro, tirado en la cama y mirando al techo.
Después de un rato, me siento, agarro los cigarrillos de la mesa de luz y enciendo uno. Miro la hora. Si pudiera parar el tiempo, pienso.
Pienso en el caso que me asignaron. Éste es realmente jodido: colegialas de distintas edades, religiones, contexturas y raza. No se ven puntos en común. Sin embargo, algo me llama la atención: los lugares donde encontramos los cuerpos. Y también la forma en que fueron asesinadas. Brutal, animal.
Aparecieron desgarradas, todas con distintas mutilaciones.
La única pista, si se puede llamar así, es una coincidencia que encontré en el informe del forense. Desde la primera víctima, de hace 4 meses; hasta la última, descubierta hace 3 días, hay diferencias horarias de 15 minutos.
Una pitada profunda y llego al filtro. Me levanto y agarro el informe. Enciendo otro cigarro con la colilla de anterior.
Ya me sé de memoria de memoria lo que dice ahí.
El asesino actúa cada 3 semanas, y según mis cálculos el siguiente ataque será el 29 de este mismo mes, abril. Me quedan apenas siete días y ni siquiera se me ocurre en qué colegio va a desatar su furia.
De sólo pensarlo, me duele el pecho. El caso me está volviendo loco.
Caminando de un lado a otro, prendo el tercer pucho. Me siento como un animal enjaulado, me rasco la cabeza y, mientras tomo una bocanada de humo, suena el celular.
—Hola —murmuro, dejando escapar el humo de mi boca.
—Encontraron otro cadáver, García  —me dice Pérez, un compañero de tantos años, y agregó—. Está en 9 de julio y Pueyrredón, detrás de una pizzería. El hijo de remilputa se adelanto a su propio calendario.
— ¿Estás seguro que se trata del mismo sujeto? —le pregunto, con la mirada clavada en el informe. Desconfiando.
—No tenemos dudas —sigue Pérez, dándome la impresión de un tipo a quien la suerte le regaló el primer premio de lotería— la víctima es una estudiante y reúne el mismo patrón de lesiones y mutilaciones.
— Ok, Pérez. Esperame que salgo para allá. En 15 minutos estoy.
―cuantas dudas, carajo―susurro sintiendo muy dentro mío, que la víctima no es lo que esperamos que sea, no puede ser el mismo asesino. Tal vez es sólo mi deseo, yo querría que no lo fuera, así me daría mas tiempo para seguirle la pista al hijo de puta.    

Mientras subo al auto, pienso en lo dicho por Pérez, y si él tiene razón de que el hijo de puta se adelantó, por Dios, si es así, a la mierda con las pocas pistas que yo tenía.
― ¿Qué te llevó a adelantarte, hijo de puta?― me digo― Seguro que después de varios “trabajos”, te sentís más confiado, sólo espero que esta vez te hayas confiado de más, y dejes alguna miserable pista.
Acelero, llevando conmigo el expediente del último homicidio.
Llegando al callejón, me encuentro con el panorama de siempre, muchas patrullas y un camión del Canal 26.
Me acerco a la línea perimetral, muestro la placa y me recibe el oficial Pérez, quien charlaba con otro oficial. Uno al que no había visto en mi vida.
—Buenas, García —me dice Pérez en tono de burla—. ¡Qué cara!  Él es el oficial Rojas, lo mudaron de la seccional 4ta por un día o dos.
A esta hora de la madrugada a Pérez se le nota los 50 años  y los veintitantos de servicio. Ya no es el mismo que conocí cuando ingresé a la fuerza. La luz del poste de la calle, sumada a las licuadoras de las patrullas, le acentúa las canas, la piel curtida, las ojeras. Pero había algo inalterable, su humor para nada gracioso, a mi parecer al menos.
—Buenos días, oficial García —dijo el tal Rojas—. Pérez me comentó del caso, y me dijo que usted estaba a cargo de la investigación.
Rojas, un muchacho de unos 35 años, estatura mediana, anteojos, peinado al costado. Aire a novato. Daba la idea de querer caer bien a todos, lo que se dice un “chupamedias”.
    —Buenas —les respondo, con muy mala gana— ¿Qué  tenemos? —y agito mi encendedor, con la intención de prender mi cuarto cigarrillo.
    Mientras Pérez y su compañero me enseñan el lugar donde se encontró el cuerpo, mis ojos observan  el entorno: calles, veredas, autos estacionados. Y, sobre todo, cualquier persona en actitud sospechosa.
    —Joven —me relata Pérez, mientras me agacho a observar de cerca el cuerpo, tratando de encontrar similitud con las demás victimas— de unos 18 años. Al parecer regresaba del colegio. Con signos de herida con objeto cortante, mutilación en varias partes.
    — ¿Quién la encontró? —digo levantando la mirada, viendo cómo Pérez señala hacia afuera del callejón.
    —Fueron unos muchachos —se mete Rojas, señalando con la cabeza a cuatro jóvenes punk, cabellos pintados y piercing por doquier, una tribu urbana—, seguro que se estaban yendo de parranda.
—Con esas cosas de metal en la piel y los pelos pintados, parecen enfermos —susurra Pérez, al mismo tiempo que los mira con desprecio—. Me dan nauseas, malditos drogadictos.
— ¿Los interrogaron? —digo mientras saco mi libreta de anotaciones, mirando por unos segundos a Pérez.
—Sí —sigue relatándome Pérez, leyendo su propia libreta—. Dijeron que sólo pasaban por acá y vieron algo raro. Se acercaron y notaron las piernas de una persona, que sobresalían del contenedor de basura. Parece que un par de ellos quedaron tiesos del susto, un tercero vomitó hasta lo que comió la semana pasada y el cuarto llamo al 911—cerró su libreta, se la metió bajo el brazo para encender un cigarrillo. Y volvió a abrirla— El resto es lo que ves. En estos momentos está llegando el forense. Van a llevar el cuerpo a la morgue para la autopsia.
—Ok, ok —les digo, mientras reviso la escena del hecho—. No creo que encuentren nada referente al caso que seguimos. No sé, algo no encaja.
     El callejón: atestado de ratas, basura y al parecer lugar escogidos por algunos drogadictos, ya que hay algunas jeringas usadas tiradas en varios lugares.
Miré el contenedor, de donde asomaba el cuerpo, a su alrededor aún no se había juntado basura, era evidente que hacía poco que lo habían dejado ahí. Además, estaba prácticamente vacío, salvo el regalo que nos dejó el asesino. Un detalle: el número de teléfono de la empresa.
    —Comuníquense con este número —dije, señalándolo—. Averigüen a qué hora lo dejaron. Ellos deben saber, según la ruta de los camiones que los trae y los lleva. También pregunten a los vecinos si vieron algo sospechoso.
Y me quedé parado observando tanto el recipiente como a la victima.
    Este cuerpo, como los de las víctimas halladas antes, presentaba mutilaciones. Esta vez lo que faltaba era una oreja: la oreja derecha más precisamente. Hasta ahí podría decirse que concordaba con los otros. El asesino se llevaba una parte de cada uno. Un dedo, un ojo, cualquier parte. Debe ser su fetiche, pensé.
    —Mierda —susurré, dándome cuenta de que había algo distinto— ¿Qué se me pasó por alto? ¿Por qué esta vez usó un contenedor? A las demás victimas sólo las “acomodaba” en el suelo, en un determinado lugar. Este callejón encajaba bien, pero el contenedor… —miré a Pérez y agregué en voz alta—. Que se lo lleven para buscar huellas, fibras, cualquier cosa que nos pueda servir. Aunque como está muy limpio, tal vez sea al pedo.
    — ¿Te pasa algo, García?  —Me dice Pérez, mientras sigue anotando en su libreta—  Cuando tenés esa mirada, algo te traes entre manos. Dale, soltalo.
    —Nada, es sólo es un presentimiento. Nada importante —le digo pensativo— Y ¿si esta no es la víctima que creemos que es?
    — ¿Qué mierda estás diciendo, García? —Ladró Pérez— Lo que encontramos acá cumple con todo lo que nos mostró el asesino hasta ahora: cuerpo, mutilaciones, lugar donde se la puede ubicar fácilmente. Pero vos siempre salís con tu “mierda”. Siempre tenés que acotar algo, carajo —tiró la libreta al suelo, con el rostro desencajado y completamente colorado.
    Andá a cagar, Pérez, digo entre mi.
—Algo no me cierra con este cuerpo —susurro, mientras enciendo mi quinto cigarrillo— vamos a ver que tiene para decirme el forense —digo, abandonando la escena del crimen, en dirección hacia el auto.
    Por más que se enoje Pérez, voy a seguir mis instintos, pensaba, mientras aceleraba a causa de la ansiedad por oír otra opinión, la opinión del forense. Algo me dice que el cuerpo, no encaja en el perfil del asesino. Pero ¿y si me equivoco? Mejor espero a ver qué me dicen los que saben, antes de seguir dándome maquina.
    Una vez en la morgue, entro y busco a Gustavo, el encargado del sector. Para mi suerte no estaba, mientras observaba el tamaño de las mesas de acero inoxidable, aparece. Lleva un guardapolvo, que si mal no recuerdo, alguna vez fue blanco, completamente desabrochado. Trae un paquete que, por las manchas en el papel, debía ser su almuerzo.
    —Hola, García —me dice, mientras come un sándwich de atún, dejando caer migas en las sábanas que tapaban a un cliente recién atendido—. Me enteré de que hiciste encabronar a Pérez, aunque a ese tipo lo irrita cualquier cosa.
    —Mierda —digo— corren rápido las buenas noticias por acá. En una cosa tenes razón: es muy irritable ese tipo. Bueno, cambiando de tema, no quisiera interrumpir tu almuerzo, pero ¿ya llegó el cuerpo que encontramos detrás de la pizzería?
    —Sí, y te informo que su nombre es Lazarte, Noelia.  —Dice con cara de degenerado— y no era ninguna virgen—. Tenía unos 24 años, aunque por su estructura parecía de mucho menos.
    —Y seguro que ni siquiera era estudiante —le digo— al menos de algún colegio, sino que solamente iba vestida como tal ¿cierto?
    —Exacto. Según el informe policial, que obtuvimos por sus huellas dactilares, era una prostituta. La habían arrestado varias veces. Y si vestía de colegiala, sería por su trabajo. Porque al parecer venía de estar con un cliente de gustos perversos, y la confundieron con una estudiante de verdad. ¿Cómo te diste cuenta? —me dice, sosteniendo lo que queda de su almuerzo, al que le da los últimos mordiscos. Con la otra mano, hojea el informe.
—Por el tatuaje en su brazo —le comento mientras observo el dibujo en la piel— Si bien, cuando la vi en el contenedor, sólo noté una parte del dibujo, ya que estaba desgarrado, tuve la esperanza que cuando la revisaras podrías armarlo, y así saber un poco más de dónde es.
  —Exacto —dice, y agrega— eso fue lo primero que hice apenas llegó. Observándolo con la lupa y uniendo como pude la piel, muy desgarrada como vos bien dijiste, logré descubrir que pertenece a un club nocturno llamado Paloma ardiente. Un antro de mala muerte, frecuentado por todo tipo de alimañas, ubicado en la avenida Santa fe al 5600. Lo sé, porque lo conozco de cerca, ¿vos entendés? jejejeje —y acompaña a esa última frase con un guiño de ojo.
    —Ok. Pero… lo importante es que no era una víctima como las que encontramos anteriormente. Y eso es una buena pista —en ese momento siento que todavía hay una oportunidad de atrapar al hijo de puta y me despedí llevándome una copia del informe— Gracias por tu tiempo. Gustavo, cada día me sorprendes más y de nuevo perdón por interrumpir tu almuerzo.
  —No te hagas problemas, ya estoy acostumbrado a que me hagan trabajar mientras almuerzo —me dice sin mirarme, concentrado en el último bocado de su sándwich— Dale saludos a Pérez si lo ves.
Volviendo a la estación, con la cabeza un poco más tranquila, pienso que gracias a los datos recogidos en la morgue tenía una oportunidad de agarrar al miserable.
Al llegar a la estación de policía hago mi primera parada frente a la máquina de café, saco uno, me siento y, mientras hojeo el informe, me vienen a la mente imágenes claras de lo que vi en el callejón. La posición en que se encontraba el cuerpo, las mutilaciones, eran detalles que me arrojaban destellos en la retina: recuerdos pasados de un caso que me habían asignado, donde murió mi compañero. Debe ser mi imaginación, pienso, pero la similitud es casi impecable.
 —Vamos, García, concentrate —me digo a mí mismo, hablando en voz alta— No divagues, enfocate en el caso —y, después de servirme otra tasa de un café que esta recontracalentado, sigo leyendo.
    —Buenas tardes, oficial García —me dijo Rojas, entrando en la oficina, sacando su libreta de anotaciones—. ¡Qué caso difícil le tocó! ¿Cierto? Pero si me permite, tengo algunos detalles que me gustaría ver con usted.
—Te escucho, Rojas —dije mientras me servía más café—. Ya que vamos a trabajar juntos, es bueno saber la teoría de todos, incluso la tuya.
—Leí el expediente de todas las víctimas —me dice—, y descubrí que tienen algo más común.
    —A ver, desembuchá, Rojas —digo con poca expectativa de que aportara algo nuevo. Y me recosté en la silla, dándole un buen trago a la taza.
—Las víctimas anteriores eran estudiantes de varias escuelas, todas rondaban los 16 o 17 años —me comenta, y me parece escucharme a mí mismo, años atrás,  por lo que siento la necesidad de no prestarle más atención.
 —Rojas —digo sin rodeos—, todo lo que me decís ya lo sé. Disculpame si soy directo, pero no me estás ayudando un carajo.
    —Perdón si la forma de contarlo es algo despelotada, a lo que quiero llegar es a que las víctimas fueron… no sé si ya lo sabrás. Pero mire, yo se lo comento porque a lo mejor es importante.
García lo relojeó como midiéndolo.
—Digo —sigue el otro—, que todas fueron compañeras por un muy breve lapso de la hija de Pérez —me termina diciendo.
Y al escucharlo se me cierra la garganta, evitando que el café llegue a mi estomago.
    — ¿Quién te dió autorización para que investigaras a los nuestros?—digo agarrándolo de su trajecito de muñeco de torta, provocando que su taza de café se derrame sobre su camisa color durazno— además Eso ya lo investigamos, carajo
    —Hablé con el capitán —me responde, quitándose mis manos de encima— y, en la circunstancia en que está el caso, creyó conveniente darme la autorización. Sé que es duro, pero era necesario —luego, con el gesto de alguien a quien se le arruinó el día, fue a cambiarse de ropa.
    —Está bien —le digo en tono de burla, mientras hojeaba el expediente—. ¡Hacé lo que quieras, qué mierda! Pero por lo menos compartí la información…  Eso si no le molesta, señor perfecto.
Rojas volvió a la oficina, a medio prenderse una camisa azul eléctrico, y siguió:
    —Como le dije antes, la hija de Pérez tubo contacto. Un contacto muy breve con las chicas asesinadas. Por eso creo que Pérez debe saber algo más. Me gustaría ir a la casa y poder charlar con él.
    —Por mí está bien… —le respondo, sin siquiera mirarlo—. Andá. De paso decíle que no sea tan calentón.
    Pasaron varios minutos desde que Rojas se fue, pero sus palabras quedaron dando vueltas en mi cabeza: las chicas muertas, la hija de Pérez, la conexión entre ellas, todo empezaba a tener un retorcido sentido.
    Después de varias tazas de café y varias hojeadas al expediente, creo haber conseguido una pista. Las fotos del forense mostraban las lesiones en la piel de cada víctima. También estaba el tatuaje, ese que tan bien describió Gustavo. Y las mutilaciones y los uniformes de estudiantes.
—Ahí hay algo… —digo. Me quedo con la foto en la mano y cierro de un golpe el expediente.
Me llama la atención el logo del uniforme que la prostituta tenía puesto en el momento de ser atacada.
—Imitación —susurro.
El logo de un colegio secundario de la zona. Sólo se puede leer “Colegio de la Virgen Sagrada”.
Lo busco en Internet. Está ubicado en Córdoba y Santa fe, colegio católico de señoritas. Pero lo que me llama la atención ahora es otra cosa… la prostituta: Lazarte, se llamaba.
    —Necesito echar un vistazo a su departamento —susurro reviendo las fotos del último cadáver.
Agarro mi campera y me dirijo al lugar en busca de alguna pista
    En el camino, pienso por qué se le ocurrió a la prostituta usar ese logo en especial, pudiendo usar uno de cualquier colegio. También pienso, y en muy segundo plano, en cómo le estará yendo a Rojas con su compañero.
    Tal vez el departamento de esta Lazarte me de alguna idea más concreta, me digo mientras acelero.
Caminando por el pasillo del edificio buscando el 1ro “C”, me doy cuenta que necesito una orden para entrar, siempre y cuando no esté cerrada con llave, de lo contrario debo volver a buscar una.
    Una vez frente a la puerta del departamento de la víctima, giro el picaporte y abro la puerta sin problemas. Intento prender la luz y no funciona. Abro las cortinas. Lo primero que noto es que todo está en un completo desorden. Saco de mi campera un par de guantes de hule, enciendo mi linterna y, gracias a ésta, evito pisar cualquier cosa que se pueda romper.
    —Mierda, que olor a encierro, carajo —pienso en voz alta—. Pareciera que no anduvo nadie por acá en varios días. Encima y para colmo, está todo revuelto. Vamos, Lazarte, ¿a ver que tenés en el placar?
Al abrirlo, encuentro trajes de lo que uno busque: de látex, de policía, duendes, damisela, Gatúbela y hasta de maestra. También hay látigos, esposas y zapatos de tacos de todas las formas y marcas. En los cajones hay pastillas de todos los colores.
En el baño, ropa colgada por todos lados. Ningún indicio de que le gustara usar trajes de colegialas.
Me quedo sentado en la cama pensando.
Después de un par de minutos, salgo del departamento y me dirijo al colegio, con una idea en la cabeza: llevo la foto del logo.
    En este colegio, de chicas, seguramente debe haber alguien que conozca bien a todas las estudiantes.
Mientras, noto que las horas pasan y todavía ni una pista concreta. 
    Al llegar, deduzco con ver el frente de ventanales amplios, y la puerta de roble con vidrios detallados, que la cuota no debe ser nada barata. Toco el timbre y su sonido de campanas me anuncian. Espero unos segundos mientras veo el vecindario, luego me percato que una silueta de mujer se acerca a la puerta de vidrios.
    —Buenas tardes. ¿Quién es? —me atiende la voz de una señora mayor, sin abrir la puerta. Y antes de escuchar mi respuesta, agrega— La reunión de padres, no es sino hasta las 16:30 horas. Por favor respete el horario —dice, seria y con su figura pegada a la puerta, como evitando que pase. 
    —Buenas tardes —le respondo imitando su tono de voz—, soy el oficial García, de la seccional primera de Palermo.
    — ¿En qué puedo ayudarle, oficial? —retruca la mujer.
    —Necesitaría charlar con la directora del establecimiento —le dije metiendo mi mano en la campera buscando la foto del logo—. Quisiera hacerle algunas preguntas sobre un caso que estoy investigando. No le quiero quitar mucho tiempo.
    —No sé en qué podría ayudarle —me  responde, con tono despectivo. Y seguro con un gesto similar a su tono—. Nosotras no hemos tenido ningún asunto que sea de incumbencia policial, en nuestro establecimiento.
    — ¿Me permitiría pasar, por favor? Sólo serán unos minutos. No la molestaría si no creyera que fuera importante.
Cansado de estar en la puerta, me siento como vendedor de puerta a puerta y no un oficial en busca de información.
—Está bien —me dice como dándome una orden, mientras me señalaba el hall al final de un pasillo de pisos muy lustrosos y muebles de caoba— Pase, tome asiento. En unos minutos, la directora lo va a atender.
A los pocos minutos, cuando me estaba acostumbrando a la comodidad del sillón, suena el celular.
    —Hola. ¿Quién habla? —digo en voz baja: el lugar era demasiado silencioso.
    —Hola, García, soy Rojas. Estoy llegando a lo del oficial Pérez. Debe estar en su casa, veo el auto estacionado. Después de hablar, lo llamo de nuevo.
—Ok —digo—. Pero no creo que le saques algo nuevo.
En cuanto corto, levanto la vista y veo que se acerca una mujer de unos 55 años, de estatura mediana y algo rellenita.
—Buenas tardes, señor…
—Oficial García.
—García, bien. Mi nombre es Elisa —me dice sin muchas vueltas, sentándose en la silla ubicada frente a mí—. Soy la directora del colegio. Patricia me comentó que está investigando un caso y que deseaba hablar de una pista que tenían o algo así, ¿cierto?
—Efectivamente. Estoy investigando un homicidio —digo—. En la escena del crimen encontramos este logo, ¿lo reconoce? —le muestro la foto.
—Es el logo de nuestro establecimiento, sí —me dice. Y noto el pánico en su rostro—. ¿Pasa algo, oficial, que deba saber y así poner en aviso a los padres?
—No hay por qué alarmarse, señora directora. Es sólo que quería asegurarme que reconocieran el logo, nada más.
Le tuve que mentir. Si le daba más detalles, era probable que diera aviso a los padres. Y eso sería un incentivo para que el asesino se adelantara. O peor, huyera.
 Al ver que su expresión no cambiaba mucho, decido confiar en ella y le cuento, más o menos, como está todo hasta ahora. Luego de unos minutos de charla y, al verla más calmada, me tomé el atrevimiento de hacerle un pedido:
—Señora Elisa… Necesitaría una lista, si se puede, de las alumnas que no concurrieron a clases en los últimos dos días. Y también de las que llamaron para justificar su ausencia.
Ella accedió casi de inmediato.
En ese momento, la directora levanta el teléfono del escritorio y llama a Patricia.
Esta entra, se acerca a la directora, que le susurra algo al oído. Imagino que estaría pidiéndole lo que necesito.
Al rato, la señora vuelve con dos sobres. Me los entrega y al abrirlos me doy cuenta que tengo las dos listas.
Las examino: total de ausencias, 18; total de justificadas, 16.
Bien carajo, pienso. Una de las alumnas se llama González, Adriana. Tiene 16 años. Me juego a que ella será la siguiente.  Sus padres están de viaje, seguro ahí está el asunto, anoto las direcciones y llamo por celular a Pérez, pero para mi suerte, atiende el contestador, le dejo un mensaje.                                            
—Hola, Pérez, habla García —digo—. Tengo una pista de la próxima víctima. Mejor dicho quienes podrían ser las elegidas del asesino: dos estudiantes del “Colegio de la Virgen Sagrada”.
 ¡Qué hijo de puta!, pienso, con la lista en la mano. Asesinó a la prostituta con la ropa de una de la estudiante haciéndose pasar por un cliente. Pero sólo fue para dejar una falsa pista y así tener tiempo para concretar su plan.   
—Seguro que debe estar en la casa de Adriana, una de las estudiantes ausentes —susurro mientras salgo corriendo del colegio.
Subo al auto y saco un mapa de mi guantera. Espero llegar a tiempo y así terminar de una buena vez.
—A ver… a ver… ¡La puta madre! ¿Dónde mierda queda esta dirección?
 Al rato la encuentro: queda en Constitución, cerca de la plaza, a seis cuadras para se exacto. Es una zona peligrosa por lo tanto decido llamar a la central.
—¿Me copia central? —le grito a la radio del auto, a medida que acelero desesperadamente—. Habla el oficial García, número de placa 21543. Informo de un 10-96 en progreso. Posibles víctimas: jóvenes femeninas de entre 15 y 17 años. Ubicación: Pichincha entre Carabobo y Clai, a seis cuadras de Plaza Constitución. Seguiré transmitiendo.
 A medida que avanzo a toda velocidad, y al no escuchar sirenas por ningún lado, agarro mi celular y llamo a Rojas, sabiendo de antemano que ese inútil no es la mejor opción, pero servirá de apoyo, en caso de que tenga un enfrentamiento con el asesino.
Hola —me dice el contestador—. Te comunicaste con el celular del oficial Rojas. Deja tu mensaje.
Más allá de que no atendía, me dije que si Rojas seguía manteniendo ese mensaje en el teléfono, sus días como oficial estaban contados.
 —No lo puedo creer —pienso en voz alta, golpeando el volante—. Estamos en un caso donde se supone que debemos estar todos conectados, y este boludo deja el celular apagado.
    En ese momento, en que la tensión estaba haciendo estragos en mis nervios, suena el celular... 
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